miércoles, febrero 28, 2007

Incendio en la jungla, por Eduardo Tolosa, desde Uruguay


Incendio en la jungla


Los animales sintieron que algo pasaba, una espesa columna de humo se elevaba en el horizonte. Fueron instantes de tensa calma, todos estaban expectantes, parecía una imagen congelada, como si un dedo todopoderoso hubiera oprimido el botón de stand by de la vida.

El silencio ensordecedor fue interrumpido abruptamente por el crepitar de una melodía ecléctica, era la novena sinfonía en versión teléfono celular. Era el móvil del tigre que atendió presuroso, le avisaban que la catástrofe era inminente y le aconsejaban desalojar el sector y avisarle a los demás animales. El enorme felino tembló. Los demás esperaban las novedades mientras con medida calma el tigre les informó de los últimos acontecimientos. El caos sobrevino. Todos los animales huían sin rumbo fijo mientras el felino encendía una baliza para indicarles el camino correcto. La desesperación provocó innumerables accidentes. Decenas no pudieron lograrlo. Se vivieron momentos de locura, la mayoría de las víctimas fueron muertas por la turba que corría desesperada, aunque un antílope murió a manos del viejo tigre que pensaba que total, quién lo notaría?

Se evacuaron cientos, miles de animales que buscaron en la distancia esa esperanza de salvación. Una vieja cigüeña aseguró que ya había visto el reporte en las cadenas televisivas locales, mientras un huraño rinoceronte protestaba porque con el alboroto no le permitían oír las noticias en su vieja radio spica.

De pronto el tigre rugió pidiendo silencio... ni el aire se atrevió a contradecirlo. El incendio avanzaba como brasas que cobran vida. El tigre olió con toda su experiencia y su expresión lo dijo todo. Eran humanos lo que el animal olía. Varios grupos de seres humanos avanzaban en dirección al fuego en carros que herían el silencio. Habían llegado, ellos estaban allí...

Los animales se miraron, contemplaron la expresión del viejo tigre y lo supieron. Ahora estaban seguros de algo, si los humanos se hacían cargo del incendio, ellos y la amada jungla estaban perdidos...

El pescador, por Eduardo Tolosa, desde Uruguay


El pescador

Delmiro Sanabria tenía por costumbre ahuyentar los mosquitos en orden, porque nada debía hacerse en forma aleatoria para el hombre, no señor. Primero estaban los que molestaban la vista y el oído, después los que se empecinaban con intentar succionarle la sangre del cuello y las manos. Raramente se tenía que proteger el torso porque fuera la época del año que fuera, aquel personaje del pueblo siempre estaba ataviado con un buzo de lana cruda, más bien grueso. Ahora bien, dejada de la mano de dios, casi abandonada, se encontraba la parte inferior de su cuerpo, y no es que las picaduras de los insectos no le molestaran, la razón que esgrimía es que si se movía demasiado se le podía espantar la pesca. Las lombrices tenían que ser clasificadas y debidamente acondicionadas antes de salir a pescar, no sea cosa que el individuo se fuera a encontrar alguna tarde frente a alguna circunstancia imprevista en el momento de ejercitar su deporte favorito: el baño de río de lombrices al que él solía definir como pesca.

No se le conocía en la historia del pueblo ninguna pieza que hubiera podido atrapar. Y no era que no lo hubiera intentado, faltaría más. Veintidós años hacía que asomaba su figura lánguida todas las tardes en las aguas del río como un ritual de perfectas costumbres, tan perfectas que para no variar nada jamás había pescado ni siquiera un pequeño ejemplar.

Una tarde de sol abusivo, el tozudo Delmiro emprendió como de costumbre su fanático ritual. Se vestió meticulosamente sin olvidar su segunda piel, el añejo pullover de lana cruda que tantas jornadas había compartido con él en la ribera del río. Mojó un poco el patio y escarbó entre las plantas para rescatar una docena de lombrices que sin ser preguntadas acababan de ser convidadas a ser parte de la vespertina manía de clasificarlas. Ordenó la pequeña maletita que contenía todo lo imaginable para esos menesteres y munido de todo ello más la caña y su vieja banqueta de lonilla emprendió el camino de pocas cuadras que lo separaban de su segundo hogar, la balconada detrás de la desembocadura del pequeño arroyo, un fantástico lugar para pasar las tardes disfrutando del paisaje, del aire puro, de la naturaleza en pleno, pero evidentemente y según lo marcaban estrepitosamente las estadísticas de más de dos décadas un pésimo lugar para la pesca.

Una vez llegado al lugar y cuasi como de memoria, la delgada figura repitió paso por paso los movimientos que día a día le convocaran desde hace tanto a ser considerado por los lugareños como un elemento más del paisaje de aquellos parajes.

La tarde se escapaba tranquila y silenciosa, como todas las tardes durante aquellos años cuando de repente ocurrió algo que sorprendió a la fauna y la flora del lugar, fue tal la sorpresa que ni los pájaros emitían sonidos, la brisa se detuvo para no silbar entre los juncos, hasta los árboles enmudecieron en espera de saber si aquello era real o solo un sueño. Don Sanabria no daba crédito a sus ojos y tenía miedo de parpadear y descubrir que aquello no era cierto. Tiró la tanza y se movió la boya. Un venteveo asomado desde lo alto emocionado creyó verlo. La boya volvió a moverse y se hundió un poco. Hasta las lombrices que esperaban en el tarro querían asomarse para verlo. Por fin el tirón fue seco y la boya se fue hundiendo como dejando que el agua la invitase a conocer el fondo. El hombre no sabía como reaccionar, es decir, la teoría la tenía muy clara pero en la práctica era donde le faltaba experiencia y de pronto fue todo nervios. Por un instante, que pareció eterno, se quedó allí petrificado sujetando la caña con ambas manos y mirando como la tanza se perdía dentro del río. Una duda le vino a la cabeza pero pronto la despejó, era imposible que se tratara de otra cosa que no fuera un pez... o no? De cualquier manera éste era el momento que había estado esperando desde hace veintidós años, éste era “su” momento. Ningún bicho acuático forastero le iba a arruinar su gloria y su trofeo. Entonces el pescador de sueños eternos jaló con fuerza y dio un tirón tan potente que al salir el pez del agua voló por los aires muchos metros. La tanza no resistió la emoción y soltó la pieza que dando vueltas y más vueltas fue a parar a los pies del añejo árbol donde se posaba el venteveo. Tal susto se pegó el ave que huyó y nadie nunca más le ha visto. Susto tenía Delmiro, que en su vida había visto aquello. Hasta ese momento su relación con el río era de respeto mutuo, pero algo había cambiado. Una vida había sido arrancada de las entrañas de sus aguas y ahora yacía inmóvil sobre el duro suelo. El hombre contempló al animal que no se sabía si había muerto por sacarlo del agua, por el tremendo golpe al caer o de susto por el inesperado vuelo al que había sido lanzado sin aviso previo. Muchas cosas pasaron por la cabeza de aquel pescador del pueblo, veía conquistado su afán y destrozada la magia. Ya no era la pesca un pretexto para disfrutar de la naturaleza, algo había cambiado. Un límite no definido ni conquistado se había traspasado y ese viaje no tenía retorno. El producto de su pesca estaba allí, inerte, rígido y tieso. Se secaban rápidamente sus escamas al calor de la tarde. Se secaban tan rápido como crecían las tribulaciones en la mente del pescador, ahora conquistador de su anhelo.

Cuentan quienes conocen la historia por cierta y no por un mero cuento, que Delmiro Sanabria tomó al pez en sus manos y caminó de vuelta al pueblo. Los que le vieron no se atrevieron a felicitarlo, porque aquel vecino estaba de duelo. Había muerto su fantasía, había llegado a puerto. Pero una vez que estuvo allí se dio cuenta que lo que se decía no era cierto. Todo cambia y aquel hombre había cambiado. Ya no se puso más su buzo de lana cruda, ya no mojó más el patio y escarbó entre las plantas. Ya no sacó a pasear lombrices. Ya no le importaba el ritual ni creía en lo exacto como cierto. Cuentan en aquel pueblo que aún hoy se puede ver a Don Sanabria todas las tardes sentado en la balconada del río, acomodado en su vieja banqueta de lonilla. Pero ya no lleva caña ni anzuelos, ni siquiera a su vieja maletita de pesca ordenada y utópicamente perfecta. Cuentan los que lo ven y los que lo vieron que ahora dedica las tardes a reconciliarse con el río, lleva trozos de pan y los arroja al agua, para darle a los peces alimento. Porque siente que aunque el equilibrio se haya roto, el hombre debe hacer lo que pueda, porque nada es perfecto.


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martes, febrero 27, 2007

Vino blanco en las alturas, por Sergio Alvez, desde Misiones


Vino blanco en las alturas


Lo primero que notó Demetrio al llegar a su nueva morada en el cerro, fue que debía comprarse una camioneta. El trayecto desde la parte baja del monte donde conseguía leña, hasta la casa, era de diez kilómetros por el sendero de tierra. Además, a veces le sería necesario ir al pueblo a buscar provistas y vino, y éste, un desolado paraje con menos de quinientos habitantes, estaba a otros cinco kilómetros más.

De todas maneras, los primeros días se abocó a reforzar el techo de la cabaña y comenzar a remover la enorme explanada de tierra que estaba a un lado de la casa, justo antes de que el cerro volviese a pronunciarse en montes interminables. Casi todos los días, al alba, el vapor de las nubes más bajas envolvía la punta inalcanzable del morro, en un espectáculo que el viejo Demetrio jamás se perdía. Se acercaba el tiempo de siembra y aún no había reunido todas las semillas que deseaba. Es que había mucho trabajo por hacer, pero también demasiado para ver y extasiarse, muchos perfumes para oler, interminables horas que sólo eran propicias para sentarse a contemplar el resto de la naturaleza desde la altura de su casa, que estaba justo en la mitad del cerro.

Y el viejo, que ya tenía ochenta años y había llegado ahí para esperar la muerte en la serenidad absoluta, no encontraba energías para hacer cuanto hubiese deseado, pero iba domando su paciencia y contentándose con los pequeños logros diarios. Aún así, su vitalidad era casi la de un muchacho, ya que podía cavar con la pala durante horas, cargar sobre la espalda pesadas ramas, que luego quemaba para espantar, con la hoguera, a los insectos y realizar muchos otros rudos quehaceres. Este magnífico estado físico, le permitía también asimilar -sin más problemas que el de caer dormido en alguna parte del inmenso patio de césped-,grandes cantidades de vino, afición a la que dedicaba su tiempo nocturno.

Una mañana, estando ya las semillas plantadas, el cerco construido y pintado y el techo completamente reparado, bajó al pueblo decidido a adquirir una camioneta.

Llegando la noche, estaba de regreso en la cabaña, ebrio y conduciendo una vieja F- 100. También consiguió una escopeta, varios serruchos y sobre todo, muchas damajuanas de vino blanco, suficientes como para no tener que regresar al pueblo por una larga temporada.

Fueron seis meses en que no se cruzó con ningun ser humano, y aunque la muerte no parecía siquiera querer asomarse, Demetrio gozaba enormemente de la transformación paulatina y veloz que experimentaban sus pensamientos, su ser interior. Había alcanzaado la calma, y ya casi ningun recuerdo del sombrío pasado en la ciudad le asechaban. Sus ideas, ahora eran sencillas, alegres y prácticas, a excepción de ciertas noches de tormento alcohólico. Bebía tanto como trabajaba, y ahora ya no sólo de noche, ya que había encontrado satisfacción en ir de pesca con la camioneta, a un arroyo lindante al pueblo. Cómo se negaba bajar al pueblo, la pesca le proporcionaba el alimento diario, al igual que las verduras y hortalizas que cosechaba.

Cierta semana, en la que no consiguió pescar nada, llegó a un punto en que el hambre le empezó a desesperar, así que salió completamente borracho en la camioneta, bajó hasta el pie del cerro, hasta la zona de chacras, y escopeta en mano atravesó el alambrado de una de las chacras y le disparó en la oscuridad, a la primer vaca que se le cruzó por la vista. La llevó en el acoplado, la carneó y se la comió en varios días. Una buena parte, que se había podrido, la enterró a varios kilómetros de su cabaña.

A los pocos días, y sin saber si era por haber comido aquel animal o por las largas horas etílicas, Demetrio comenzó a sentirse fatigado constantemente, y a hervir de fiebre por las noches, lo que internamente le convenció de que la muerte no tardaría en llegar. Cuando logró recuperarse de este flagelante estado de languidez, sintió que ya no era el mismo. Al levantarse, sus fuerzas para afrontar las jornadas ya no eran las mismas, ya que ahora su cuerpo pedía a gritos que lo dejen reposar en chorros de vino.

El pasto y los yuyos comenzaban a crecer apresuradamente, cubriendo el cerco. El viejo no tenía ganas de podar. Había resuelto permanecer inmóvil todos los días, sumiendose en la lejanía de calmas y solitarias borracheras.

Deseaba estar a solas con sus pensamientos, contemplar cada día de su vida en sus recuerdos, meditar sobre cada persona que conoció, pensar en la muerte y aguardarla en silencio, razonar sobre cuestiones metafísicas elementales, hacer aflorar en él la capacidad de encontrar -antes de dar el último suspiro- el sentido de algunas de las tantas cosas que había visto y sentido a lo largo de su larga estadía en el mundo.

Cuando la última gota de vino de la última damajuana que quedaba atravesó su garganta, comprendió que debía bajar al pueblo o dejar de beber. Habían pasado varios meses más, y el viejo lucía una barba ondulante y grisácea que nacía en sus mejillas y moría a la altura de su nuez de Adán. La cabaña lucía un aspecto abandonado. Había damajuanas vacías por todos lados y en la base de los techos anidaban varios pájaros. En cuanto a la camioneta, la había dejado volcada al borde de una picada, tras un ligero accidente.

El musgo cubría los marcos de la ventana y el cuerpo del viejo olía a una mezcla de orin añejo y sudor. Estaba notoriamente delgado a base de comer sólo algunas frutas maduras cuando sentía hambre extremo. Sin embargo, ahora estaba realmente satisfecho, embriagado de paz ya con uno de sus dilemas resuletos. Se había convencido por primeraa vez en su existencia, de que poseía aquello que de lo que durante tantos años había dudado, un espíritu, alguna especie de materia intangible que dominaba toda su condición, y que aprendió a distinguir como liberada de simples juegos mentales de prestidigitacion. Se había convencido de tal cosa y ahora ya nada tenía más sentido en el universo, que aferrarse a tan complejo y abstracto elemento, hasta atravesar el viaje final. No se animaba a afirmar con certeza cual sería el destino de aquella, su alma, a la que recién conocía y tanto aprecio tenía, pero albergaba confiadamente la idea de que quizá, la continuidad de su existencia estaba garantizada eternamente. Se basaba en que no encontraba mecanismos para destruir espíritus. El cuerpo tenía una vida útil, como un martillo o una calabaza. Pero para lo otro, era díficil imaginarse una forma de darle fin.

En esta armonía, optó por dejar de beber, y esperar, -ya que le impacientaba la tardanza de su muerte física-, por el momento en el cual su ser dejaría la carne para vagar libremente por rumbos nunca imaginados.

Transcurrieron siete años, y el viejo Demetrio se convirtió en un hombre esquelético y demacrado. La carne de su rostro había experimentado un envejecimiento tal, que hacía parecer que alguien se había dedicado a trazar cpn un bisturí , decenas de círculos cavernosos sobre esa cara.

Había abandonado la choza y durante varias estaciones demabuló por distintos rincones del cerro, sólo pensando y durmiendo a la interperie.

Pero una madrugada, durmiendo sobre un montículo de hojas junto a una cascada que atravesaba el cerro, un pensamiento repentino invadió su tranquila y paciente espera. Pronto, su cerebro estuvo tomado por la angustia y su cuerpo por horribles convulsiones de pánico. La imagen de una mujer, de la cual no recordaba ya su nombre, se le aparecía ahora nítida y violentamente en su mente, superando inlcuso las instancias neuronales para arremolinar sobre su espíritu, el cual sentía alejarse. Horas, se mantuvo llorando dejando caer las pesadas lágrimas sobre el agua de la cascada, sintiendose enloquecido y triste. Hubiese dado cualquier cosa por hacer realidad la imagen de aquella mujer, que ahora recordaba, había sido su primer esposa. Enseguida, comprendió que estaba de nuevo en la tierra, débil, y ya sin su espíritu, ante una muerte espantosa.

Consiguió fuerzas, y en medio de la noche espesa, comenzó a caminar cerro arriba. Alucinado en medio del trayecto, su mente se cegó con la idea de que ella, Mayra, estaría en la cima.

Horas más tardes, tímidos rayos solares se filtraban entre los nubarrones e iluminaban parte del cerro. Demetrio alcanzó llegar, exhausto y agonizante, hasta aquel punto que siempre le había parecido inalcanzable. Notó que era un terrón cubierto de rocas, donde el cuerpo se helaba y los pensamientos se confundían atrozmente. Cayó rendido sobre una de las piedras, con la vista al cielo. “¿Por qué no estoy muerto?” se preguntó sumido en un trance nunca antes experimentado. “Mayra..” gimoteó luego. El enorme malestar en el que sucumbió en esos minutos, el destello doloroso que atravesaba sus huesos, le hizo convencer de que estaba condenado a irse pronto, y que su tan milagroso hallazgo espiritual, no había sido más que el producto de sus deliriums tremens.

De todos modos, hizo un último esfuerzo por reencontrarse con el alma perdida, por absorverla como en los ultimos años, esta vez para aferrarse a ella mientras se acercaba el indeclinable final. Amanecía. Su mente dejó de pensar, y posteriormente de funcionar. Las nubes más bajas, envolvieron como cada amanecer la colina, pero sus ojos ya no podían contemplar su propio cuerpo siendo abrazado por la nube. Torció el cuello, y parte de su cabeza quedó suspendida entre la roca y el suelo. Los cuervos, poco a poco fueron juntándose en la altura ante la llegada de tan inesperado manjar.


sergioces@hotmail.com

El creyente, por Rosy Palau, desde México


El creyente


Por la estación, ahí merito donde termina la cola de un tren abandonado, vas a divisar la tumba. Tiene un techo de dos aguas que bajan desde la punta como un capote de cemento y se entiesan para arriba antes de tentar el suelo. Al llegar le compras al que está en la puerta, una piedra, la más bonita que encuentres. Te va a entretener un rato preguntándote a ver que te saca. Tú lo dejas hablar porque así son los que cuidan, luego entras. Las veladoras atraviesan el suelo como culebras de lumbre. Al fondo en la penumbra, está el que buscas, dibujado en la pared, junto al montón de recaditos. Clavas el tuyo en un lugar que veas, si no, lo encimas. Antes de poner la piedra con las otras, la suenas tres veces para que te oiga. Ahí le comienzas a contar lo que te lleva. –Así nomás, le pregunté. – Así nomás Luciano, me respondió sin dejar de revolver la baraja.

-A veces los adivinos le atinan. Dijo el hombre entrando en una curva.

Luciano agarró el velíz que se le iba por entre las piernas y preguntó en voz baja: -¿Ha visitado el sepulcro?

- Mejor sería que no, pero tengo vicio de mirar.

- ¿De mirar qué?

- Las esperanzas Luciano.

En el cristal le brilló el oro de la medalla que le colgaba del pecho.

- ¿Está muy lejos? Insistió.

- Como de aquí hasta que lleguemos.

En los asientos vacíos se escuchó el rumor del aire que entraba por las ventanillas. Luciano revisó el espacio y después de una pausa, comentó: -Anda bajito el pasaje.

- Muchos prefieren quedarse donde están. Dijo el hombre sin soltar la vista del horizonte y agregó de golpe: -¿Eres creyente?

- Capaz que sí. Pero espéreme tantito, luego le digo.

- Con el que vas no es un santo.

- Lo es. Le quitó a los ricos para dárselo a los pobres.

- Válgame. Habiendo tan grande Dios.

- A nadie le caen mal los ayudantes. Repuso Luciano.

En la cara del hombre se dibujó una sonrisa.

- Para creer poco, crees mucho.

- Nomás lo que me contaron.

Luciano abrió su cartera para encontrarse con la Tania, pero ella ni lo volteó a ver, recostada como estaba en el sillón de su retrato.

- ¿Existirán los milagros? Preguntó como si las palabras se le escaparan del pensamiento.

- Por donde quiera que vayas, sales al mismo destino.

- ¿Entonces de qué nos sirve el apuro?

- Creo que para llegar.

Cruzaron un puente. Luciano miró la cañada. Era honda y sobre el río de tierra crecían unos árboles. El hombre lo buscó de reojo y agravando el tono le contó:

- Cuando se viene el agua se viene Luciano. Pueblos enteros se han ido por la corriente con todo y creencias, pero en cuanto se seca el cielo ya están otros a ponerse. Al fin de cuentas no le falta a uno la clientela.

Luciano se quedó pensando y antes de guardar la cartera, una voz le repitió desde muy lejos: “Que bueno que te vayas, al cabo que cuando vengas ni voy a estar”. Igual que ese mismo día, la tarde incendiaba la distancia.

- Hace tiempo no pasaba por aquí. Dijo el hombre para volver a la conversación.

- ¿Hay muchos caminos?

- Depende de la fe del viajero y la tuya obliga Luciano... obliga. Le contestó de frente deteniendo el camión. Ya ves al último te sirvió el recado. Allá arriba está lo que me pediste.

Luciano paseó la mirada por el cerro tapizado de arbustos. La neblina le borraba la punta. Luego bajó la escalera.

- Nada más sigue el camino, le recomendó y por último se desmoronó en el asiento como un puñado de piedritas.

El sendero era angosto y lo aruñaban las espinas. Le pareció que la prisa lo detenía de seguir subiendo, hasta que se encontró a la altura de unos pájaros que pasaron volando un precipicio. Más arriba las nubes espesas le llenaron los ojos de un humo fresco. Luciano levantó los brazos y como quien separa unas cortinas, entró de nuevo en el paisaje. La tierra era roja como polvo de ladrillo y al fondo, bajo el rayo de sol que atravesaba el cielo de las enredaderas, divisó a la Tania como dejada por el milagro. Su silencio corrió a abrazarla. Ella lo sintió llegar y caminando despacio entre lo bonito se le acercó diciendo:

- Supe que me buscabas.

- Demasiado pronto se me cumplen a mí las esperanzas.

- ¡Uy! Luciano. Desde cuando que me morí.

- ¿Todavía andas con tu capricho de no esperarme?

- De a deveras Luciano. En cuanto te diste la vuelta te empecé a querer. Yo me dije: Ahorita viene, pero no. De haber sabido ni hubiera hecho la manda de estas trenzas que me llegan hasta los pies.

- Nomás fui a pedir que me quisieras.

- Pues estuvo largo el pedido. Por montones llegaban las noticias de tus malos pasos. Yo ya sabía. Los placeres se visten siempre de muy corto.

- Eso son puras mentiras..

- Ándale. Eres como los arrepentidos. Lueguito pierden la memoria. No viniste ni a decirme adiós cuando por este pelo que me chupó las vitaminas, se me acabó la vida.

- Yo de lo que me acuerdo es de que por todos lados me tropezaba con tu perfume.

Luciano acercándose la respiró muy hondo.

- Será, pero luego te dio por hacerte rico y eso tarda Luciano...Tarda.

- Déjate de cosas y vámonos ya pues.

- Que ya me morí, te digo. Mira ven.

La tania caminó unos pasos y dándole la espalda, dijo: - Allá detrás de aquí te andan poniendo ungüentos porque estás muy malo.

Luciano no le hizo caso.

- ¿Tienes miedo? Preguntó la Tania.

- Tengo ganas, respondió Luciano.

Pues guárdatelas. Hay que estar muy sereno para rendir las cuentas. Yo estoy aquí de mientras. Después a ver que me regalan por haber sido tan buena.

Luciano miró a lo lejos.

- Está borroso. Dijo

- Igual se pone cuando uno no quiere ver.

- Lo único que no quiero ver es que te vayas. Sin ti me queda tan poquito mundo que apenas me alcanza para taparme la tristeza.

- Así se siente, pero que quieres. Hasta ahora de viejo te salió el encanto de los que sufren. Mira Luciano. A mí me contaron que el amor se siembra. Yo lo sembré y no me nació nada. Nomás tú que venías envuelto en puras palabras.

A Luciano lo tocó un remordimiento.

- Tania. Por más que me asomo no me veo para adentro.

- Ahí estás Luciano. Búscate más abajo.

El viento sopló con fuerza y empujó a Luciano hasta la orilla del cerro.

- Más abajo Luciano.

- No veo.

- Más.

- ¡Ahí estoy! pero me miran unas caras.

- Son tus recuerdos.

- Tanía vienen por mí, me jalan. Gritó Luciano que al querer huír resbaló por la hondonada. En la mano le quedó una piedra y así tirado la sonó tres veces.

De la nada, como si viajara en el polvo, apareció de nuevo el hombre.

- Otra vez tú, le dijo, ya descansa Luciano y le sobó la frente.

Luciano se despertó. Lo recibió un olor a medicina. El último rayo de luz dibujaba en el muro la sombra de los frascos negros y el viento en los tejabanes sonaba igual que la llovizna. “¿Tienes miedo?” le preguntó el silencio. Él quiso contestar pero el miedo ya le había secado las palabras. Luego, cerró los ojos.

- Ya.. dijo uno.

- Todavía no, pero no tarda. Dijo el otro acomodándole la sábana.

- ¿Es usted pariente?

- Muy lejano, pero casi.

- Que le dejó todo al adivino, ¿no?. Dizque lo hizo rico. Habré de darme una vuelta, quien quite y me mande a donde mismo.

- Désela. Creo que nomás hay que comprarle al cuidador una piedrita y a veces los adivinos le atinan.

Luciano alcanzó a escuchar que le cerraban la puerta.



rosypalau@yahoo.com.ar

Mente asesina, por Ricardo Juan Benítez

Mente asesina

El hombre estaba al final del callejón sin salida, en más de un sentido. Estaba alerta, al acecho. Esperaba su presa. Como un animal olfateaba el miedo y la debilidad de su potencial víctima. Sabía también que él a su vez se había convertido en un blanco móvil. Que hacía tiempo que él lo perseguía y que aquella noche finalizaría todo, de un modo o de otro. El tipo pensaba:
-Tal vez fuera mejor que alguien me detenga. Ya no puedo seguir haciendo esto. Pero solo quiero una muerte más antes de morir. Matar es una droga. Me causa placer. Siento los gritos, me maldicen… me suplican ¡Piden que los mate de una buena vez! Pero me tomo mi tiempo; no tengo apuro. Luego en un éxtasis final, cubierto de su sangre, grito y bailo ¡todo concluyó!
Ahí viene el arrepentimiento los gritos en mis pesadillas. Ya no puedo arreglarlo ¡Lo que hice está hecho! Entonces juro que va ser la última vez, que no lo voy a hacer más, que voy a ser un chico bueno.
Recuerdo la vez que fui a pedir ayuda a aquel cura. ¡Pobre! Lo desollé sobre el altar. Tal vez si me apresara la policía, podría argumentar que me había poseído el demonio. O cuándo mate a la madre del estúpido que me persigue, pensó que me podía ayudar. Me ayudo ¡Claro que me ayudo! Todavía escucho sus aullidos:
-¡No! ¡No, hijo, no!-Mi cuchillo pedía sangre- ¡Hijo!... ¡NO!
El muy débil pensaba que podía conmigo; hacia años me perseguía. Yo tenía la sensación que si no me había atrapado es por que no quería. Estaba eludiendo el encuentro final. Por lo menos hasta aquella noche.
Mejor reviso mi arma.
El asesino tomó la automática con su mano derecha. Con la izquierda retiró el cargador. Tiró de la corredera, en la recámara no había ningún proyectil. Puso el seguro, y examinó el cargador. Estaba completo. Aunque una sola bala le alcanzaría. Colocó el cargador y tiró nuevamente de la corredera. Quitó el seguro. Luego con la punta de los dedos acarició el cabo de asta del cuchillo de monte que llevaba entre sus ropas.
En el mismo callejón, casi en el mismo lugar estaba el perseguidor. Había terminado de comprobar el estado de su arma. Al tipo lo consumía el ardor de la venganza. Su propia madre había muerto a manos de aquel sádico hijo de puta. Y él tuvo la sensación de haber nacido aquella noche; en que su mamá le suplicaba a aquel tipo llamándolo hijo. ¡Hijo! De todas maneras el sujeto le había dado un sentido a su vida. Durante años se preparó para aquel momento. Ahora no se podría escapar… estaba en un "cul de sac". Y le daba la impresión que el turro en realidad deseaba terminar con aquello. Le repugno la idea de estar haciéndole de alguna manera un favor. Pero hoy lo tenía que matar. Y mientras pensaba:
-Este guacho mató a mi vieja. ¡Nada de capturarlo con vida! Es más… estoy seguro que si no lo ejecuto hoy todo comenzaría de nuevo. Tengo que matarlo por el curita, por mi mamá y por tantos otros a los que él no les tuvo compasión. Tengo que matarlo para evitar más muertes, más víctimas… más dolor.
No me tiene que importar que tuviera una infancia difícil. Yo también tuve lo mío. Un padre alcohólico y luego ausente. Mi madre… bueno, ya se sabía. Luego la calle, las compañías pesadas. Mi vida había sido y era ardua. Calculaba que el otro tampoco la tendría fácil. Tenía que lidiar con sus propios demonios. Yo sabía que era un enfermo. Pero… ¡No!... esta vez no. Ya se me había escurrido demasiadas veces de entre mis manos. ¿Tal vez lo hubiera dejado escapar a propósito? ¿Le tenía temor? ¿No lo quería enfrentar?
Como fuera esta noche no tenía opciones. Los dos estábamos en el mismo lugar, todo tenía que concluir.
El vengador tocó la tranquilizadora superficie del arma. El frío del metal. El poder que emanaba de tan solo sentir en la mano su peso.
El asesino tenía el arma en su mano. Cavilaba:
-El imbécil cree que puede conmigo. ¡Está loco! Si me llegara a matar es tan solo porque yo lo dejara. Porque quiero terminar con los llantos y los gritos en mis sueños. Con la culpa. Pero… si pudiera atraparlo. Reducirlo y tenerlo a mi merced. Podría estrenar mi cuchillo con él. La hoja me llevó semanas para templarla. Lo podía ir mutilando de a poco, mientras le contaba lo que le había hecho a su vieja. Le explicaba lo de los chillidos y los ruegos. Los mismos que daría él. ¡Tipo duro! El infeliz no sabía lo que era una vida pestilente. Representaba todo lo que yo odiaba de la sociedad, esos estúpidos que no me comprendían. ¡Que me rechazaban! ¡Me odiaban! Tanto como yo los odio a ellos. ¡Si pudiera mutilarlos y matarlos a todos, malditos orgullosos!
Pero vamos por partes, ahora tengo que terminar este asunto.
Empuñó con decisión el arma. El cañón apuntando al lugar correcto. El dedo sobre el percutor.
En ese preciso instante el otro tomó la misma disposición. La pistola preparada. Apretando el gatillo.
Ambos escucharon el estampido. Ambos murieron con esa misma sola bala.

La dama perpetua del vaho impuro, por Ferguson Calviño, desde Buenos Aires

La dama perpetua del vaho impuro

El otoño se muestra con su vestido desolado. Los árboles ven al sol alejarse y sueltan las manos de las hojas que meses atrás fueron el vestuario de su vigilia. Las hojas descansan en las veredas, en los cordones y en las calles; el viento trae en sus remolinos un vaho frío que desnuda, en un juego sensual, a las arboledas que pintan el paisaje con colores tenues. Pero no solo las veredas se ocultan bajo un manto de hojas muertas, en él aparece algo mas interesante, no tan fácil de percibirse como el amanecer lento y tardío ó como el ocaso prematuro, pero si muy llamativo.

Desciende entre las primeras nubes frías, desterrada de cielos cálidos, una dama que vaga lentamente por las calles con su manto opaco y antiguo, con cuerpo rugoso y liviano, su piel fina, frágil; lleva su rostro cubierto de lágrimas verdosas que vierten sus ojos grises. Va y viene, de un lugar hacia otro, con su propósito milenario. El traspaso de su vapor a los seres humanos, ese vapor que la envuelve en una estela densa, que se expande hasta conseguir introducirse en los que pasan junto a ella. Solo para entrar debe sembrar su esencia ponzoñosa con besos y suspiros para después navegar en la sangre de los hombres débiles y desprotegidos.

La dama vieja guarda en su interior mórbido una condena tan antigua como su existencia, es una frustración cíclica e infinita que se endurece como pasto en la helada, que se cuaja cuando su única creación llega a su único y mismo fin, cuándo ve que su propia sangre es vencida; cuando recuerda que su viaje es eterno y que todo sus esfuerzos tienen el mismo destino. Su otoño, su vida, se vuelve triste.

Ese fracaso es su condena.

Atormentada por esa dolencia libera estelas del vapor denso que la viste, que navegan libremente por la ciudad. Cansada y ya sin peso, se esconde en alguna calle oculta y espera. Mientras tanto los desprendimientos de vapor se acercan a los hombres para conquistar sus cuerpos.

Entra en nosotros sin ser percibida, penetra en nuestras venas y se manifiesta en la noche cuando comenzamos a soñar que un monstruo nos persigue y empredemos la fuga, viendo en el camino vasos de agua y lluvias torrenciales y frías; los caminos, instantaneamente se transforman en un cuartos en el vacío. La voz del animal se hace femenina, aguda y escalofriante; el agua comienza a inundar la habitación sin oxigeno y el terrorífico engendro nos muestra su cara.

Ella está en el centro de nuestro cuerpo. Comienza a recorrerlo. Nuestros rostros se transforman en la cara de la Dama. El espejo lo rebela todo. Las articulaciones de la rodilla y la espalda se vuelven como los nudos de ramas débiles, los músculos se vuelven vetustos y flácidos, el cansancio y el desgano avanzan por las venas depositándose en nuestros ojos, ahogándolos en un ardor constante; la faringe se contrae y se cubre con una capa viscosa y quisquillosa que crispa continuamente la nariz. El suelo se mece de un lado al otro y el sudor frío nos congela el cuerpo.

La Dama está en su mejor momento, se siente vigorosa y se regocija cuando recibe a los restos de ese hálito corporal toxico, que le aseguran que parte de su trabajo está cumplido. Sus lágrimas se aclaran y vuelve a caminar. La juventud deja de ser un palabrerío en su mente y se transforma mágicamente en un hecho. La dama explota nuevamente en una nube más grande de vapor y esparce su esencia a distancias mas lejanas, besando a mas personas y con mas ímpetu, con mas malevolencia; muta los cuerpos con mayor rapidez y las deja débiles en segundos.

Su poder es implacable, valla donde una valla su rostro se multiplica.

Aunque el otoño ya sea un lejano recuerdo, aunque los cuerpos ya no reciban el frío como novedad, aunque el paisaje muerto continúe en su trance estático, la dama continua enviando sus látigos densos hacia todas las direcciones, gritando a los vientos cálidos que, después de milenios, continúa con vida.

El paso del tiempo sobre la tierra imanta el sol y se acerca con su calor despertando a los árboles. A la Dama el tiempo, también, la diluye. Su mente regurgita el pasado y, en él, aparecen personas extrañas, blancas e inmaculadas, personas que atacan su ego y sus fuerzas, y la castigan con cilindros chatos y cápsulas coloridas. La Dama comienza a sentir que sus piernas se debilitan y que su garganta se seca, que el vaho vuelve con destellos luminosos y colores vivos que la envuelven nuevamente y la castigan como látigos de espinas. Las lágrimas se infectan y vuelven al mismo color verde musgo del principio, la piel se arrugar nuevamente; en su cabeza, la palabra juventud se transforma en cenizas, las que el viento del pasado llevará hasta el olvido y su condena vuelve a su forma de piedra, adusta y pesada. La debilidad no le permite recobrar fuerzas para intentar esparcir su vapor una ves más, las estelas de su vaho envenenado continúan llegando hacia ella cargado de polvo ácido y nocivo. Su meta se aleja, se desvanece y muere en el mismo lecho de los años anteriores.

Ya nada le queda por hacer.

Se aleja con la mirada cansada, con las lágrimas sobre el rostro, con el sudor hirviendo en su frente; deseosa de ser joven nuevamente, deseosa de inmunidad. El sol vuelve, el cambio abruto del paisaje nos deslumbra, los órganos se fortifican, la sed desaparece, el sudor frío se evapora y la dama se eleva, con sus últimas fuerzas, para embarcarse en nubes frías que la llevaran hasta el otoño más próximo.

Cantares 8.6, por Carlos Almonte

Cantares 8.6

El otoño cae sobre la ciudad, y mi primer impulso es deshacerme entre sus brazos. Aún así he pensado, no una vez, en su muerte provocada -por mí-.. Sabía que uno de los dos tendría el valor de hacerlo, me convence cuando ya el cuchillo se aproxima hasta mi cuello.

Black out, por Carlos Almonte, de Chile



Black out

Un sujeto enfermo es amarrado de los pies; sin embargo grita y sus palabras son el polvo que molesta a una mesa ubicada en una parra. Arranca su piel a los mordiscos y, en cuestión de segundos, su sangre lo cubre por completo. Pronto morirá, dice alguien que lo observa desde lejos, pronto morirá, de sueños o de fríos.

El camino es largo y enloquece en cada giro. Dos mujeres besan sus espaldas y, el polvillo blanco que se esparce, no revierte sus deseos.

Un sujeto filma enloquecido; grita y les ordena manoseando sus pezones como si fueran de algodón. La memoria es recobrada, sin embargo es el océano el que llama. El abismo inabarcable y agitado, el alcohol y los excesos que produce el tedio de la honra y el posible despertar. La cocaína de Ferrara y el registro que intenta lacerar la omnipotencia y el desgarro del vacío. Estamos condenados a permanecer, el futuro es el registro, y los espejos de los autos asombran con su luz y el sol que duerme bajo el horizonte. Las escenas simultáneas, el olvido y la distancia. Dos mujeres se desnudan bajo el signo inconfundible de la cocaína, y esa dócil voz que pudre desde una moderación que no tensiona; y sus labios gruesos, y el llanto y los reclamos...

Una grabadora encima de las sábanas: es un hijo muerto y el amor que huye, como tantas otras veces, como siempre.

Alicia me acompaña a casa, por Carlos Almonte, de Chile


Alicia me acompaña a casa

Los que ríen cargan piedras y navajas, cicatrices, vergüenzas y heridas sin cerrar. Desde arriba los observo digerir la miseria del dolor y mal tenerse en peñascos coloridos y explanadas a medio florecer. Un sol violento los consume, las pieles se resecan como vuestras almas debajo de la lluvia del otoño. Riachuelos que descienden fabricando cauces propios, devorando láminas de porno stars que divulgan pulcros dedos y humedades. Guardan objetos y grabados debajo de camastros que enfilan hacia el cielo, recordando aquella imagen de la infancia, los hijos de soltera y una madre que se abnega en el uso del perdón.

Bajo los neones de la entrada, una escalera en espiral. Los peldaños y la redondez perfecta y suave de sus nalgas. La primera ocupa el tiempo en un baile repetido y en oler su cuerpo, cansado de caricias torpes, sin amor. No es otra cosa la que sabe, sentimientos profilácticos y un sudor de hule mezclado con aromas de alcohol barato que proviene de las ropas de aquellos comensales que devienen la ebriedad. La taberna está vacía, demacrada por el sino de las épocas. Se oyen notas, los himnos basales del consuelo, que en nada asustan ni empobrecen; raídos albaceas-sacristanes que revierten prédicas y maldiciones después de cada misa de final de año. Sin abrazos, ni artificios, ni ficciones de infamia y soledad.

Los amigos callan respetando los recuerdos tristes que aparecen entre las botellas, y doncellas y monedas que viajan mano-en-mano, boca-en-boca, sexo-en-sexo. Nada queda, sin embargo el sueño y los afiches de la entrada -esos culos gordos que se enfrían al amparo del invierno santiaguino-. Los perros vagos languidecen, y los avisos luminosos de publicidad, las cuentas de la luz y del teléfono... Yo no quiero vivir entre locos, afirma Alicia, triste, como intuyendo la respuesta. Un vodka estará bien.



Minificciones, por Marcos Leija, de México

Los charcos

Llovió. No fue una lluvia común. Cayó del cielo una ciudad mágica, una ciudad escrita en agua, una ciudad acuarela idéntica a la que habitábamos hace mucho tiempo. Las gotas de las nubes fueron diminutos círculos de un espejo fragmentado que nos reflejó una cara limpia, nueva, transformada. Los charcos de las calles proyectaron un lugar parecido al nuestro pero no era el nuestro, aquel repleto de ruido, violencia, manchado de hollín, poblado de gente vacía y sola. Por eso lo dejamos desolado y nos lanzamos a los charcos antes de que se secaran, para habitar de nuevo la vieja ciudad que un día deformamos hasta volverla inhabitable.

El incendio

Una noche mamá nos despertó alarmada.

—¡Se quema la casa! ¡Se quema la casa! —gritaba.

Tenía un claro paisaje de terror en el rostro.

Yo, al ver la mano macabra de la llamarada

no le di importancia y me eché a dormir de nuevo.

Aquello, no era tan grave.

A diario, la lengua endemoniada de mi padre

desataba peores infiernos.

La fe de un náufrago

Una botella de vino fue arrastrada por el mar a la orilla de una playa. A punto de colocarla en la basura un turista, su hijo le advirtió que no lo hiciera. Tal vez un genio podría estar atrapado adentro.

El hombre sonrió y en su intento por demostrarle al niño la inexistencia de seres mágicos, le quitó el corcho al envase. Del casco vacío, salió el grito de auxilio de un náufrago atrapado en una isla desierta.

Dios

Dictador de doctrinas, detentador, Dios dice: “¡Discípulos, dadme dinero, derramad dádivas dignas de Dios!”

Decepcionado, Don Diablo, decente decano de demonios, decisivo dice: “¡Dios, deja de defraudar discípulos!”

Disgustado, Dios desafía: “¡Defiéndete Diablo!”

Defensivo, Don Diablo dice: “¡Desvergonzada deidad decadente, deja de delinquir! ¡Demuéstranos dignidad! ¡Déjate de discursos disparatados! ¡Danos democracia!”

—¡Diablo..! ¡Déjate de diatribas! —Dios, desatado, desenfunda... dispara...

Don Diablo, desfallece dolorido.

Dios, deidad divina disfrazada de diablo, desmoralizado determina desenmascararse.

Ana

Ana la llaman, Ana “La Nana”. Cada mañana abraza la danza amarga: alza la casa, lava, plancha.

La carga cansa, acaba. La ama maltrata, paga mal. Ana calla, agachada. La ama, Sara Lara (dama malvada, capataz), la manda a labrar.

Ana acata cansada, labra la granja, amarra las parras, trabaja, trabaja, trabaja... Al acabar, Sara la amarra a la cama. Hasta la mañana la para. ¿A yantar? ¡Para nada!

—¡A trabajar, haragana pagana! ¡A trabajar, zángana!

Ana acata. Cansada, abraza la danza amarga. Al acabar, acaba amarrada.

Ana trama matar a la ama. Al llamarla para trabajar al aclarar la mañana, Ana agarra la pala, ataca sagaz, la mata. Sara sangra. Ana la ata, agarra la pala, cava... Al acabar arrastra a la canalla al parral, a la zanja cavada. Al zamparla, la tapa.

—¡Rata malvada! ¡Larva!

Acabada la zangamanga tramada, Ana “La Nana” va tras la gata, la atrapa, la abraza.

Ana danza sardanas, alaba a Satanás. Satán alaba la hazaña.

Ana danza halagada, canta... canta...

Amor a primera vista

El pordiosero de la cuadra se paraba frente a la boutique de trajes nupciales. Le gustaba contemplar a través del aparador a una figura esbelta, de fino rostro. Para él no había mujer que la igualara. Era lo que siempre había soñado.

La gente lo veía como a un loco peligroso cada vez que recitaba versos de Neruda, pero poco le importaba que el dueño del local lo corriera a puntapiés o llamara a la Delegación de Policía para que lo apresaran.

Nada impedía que el menesteroso volviera al escaparate, donde un maniquí de figura femenina aparentaba mirarlo y conmoverse ante cada palabra de amor pronunciada:

“Me gusta cuando callas porque estás como ausente,

y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.

(1)

Parece que los ojos se te hubieran volado

y parece que un beso te cerrara la boca...”

Aquel hombre barbado y harapiento un día no pudo resistir más. Tomó una piedra y rompió el cristal de la boutique. El propietario de la tienda y quienes caminaban cerca del lugar quedaron asombrados, inmóviles, al ver que una mujer corría alegre, vestida de novia, tomada de la mano del pordiosero de la cuadra.

(1) Me gusta cuando callas... (fragmento), de Pablo Neruda

Enigmas

Primero surgió la fascinación por el fuego. Después, el enigma de los sueños. Siguió el qué habrá al otro lado de los mares y los fenicios se aventuraron a cruzarlos. Muchos dudaron que la Tierra fuera redonda pero finalmente mataron sus dudas gracias a Copérnico. Después llegó la pregunta: ¿habrá vida en otros planetas?

En 1964 Yuri Gagarin pisó la Luna. Viajar más allá del Sol fue el sueño del hombre sólo ayer, cuando al fin hicieron el más absurdo descubrimiento, el que de cualquier forma inscribieron en su ilusa historia de hazañas. Se dieron cuenta que todos eran millones de locos escenificando un gran melodrama.

lunes, febrero 26, 2007

De los árboles, por Adam Gai



De los árboles

Se levantó como todas las mañanas para regar a los muertos. En calzoncillos y chancletas, último resabio de su sensualidad en decadencia, desayunó frugalmente. Después se vistió y miró como todas las mañanas a través de la ventana del salón el jardín casi seco, con mechones de césped aquí y allí y, entre ellos, los cuerpos que habían caído a la noche ¿dos o tres?, más bien tres. A no dudar cayeron del eucalipto y eso era bueno porque así ya venían embalsamados y el olor repelente era menor. Salió de puntillas para no despertar a nadie, precaución vana de quien vive solo en un kilómetro a la redonda o más. Con la manguera, que ya estaba enroscada en el grifo regó a los muertos nuevos. Eran cuatro, bien constituidos en su formato de muertos, pero bien sabía, a pesar de que sus conocimientos de biología eran mínimos, que iban a transformarse con el tiempo en materia orgánica menos fácilmente identificable. Los muertos no caían del cielo, sino de los árboles, como las hojas o como esos pájaros que se estrellan por torpeza en el primer vuelo. El riego les derretía el barro de la cara y un cierto rubor de la mejilla corroboraba que eran todavía muertos frescos, de la madrugada quizás. La primera vez que encontró un muerto fue en el camino, el día del fuego lento. Pensó que era una víctima del tránsito, atropellada por un conductor que habrá escapado sin prestar asistencia. La había revisado, no presentaba lesiones visibles. Pensó “no fue un accidente de tránsito”. Tardó bastante en decidir de donde provenían los muertos. Finalmente llegó a la conclusión de que caían de los árboles. No había otra explicación. Aviones y otros instrumentos aéreos no aparecían en su zona desde el siglo anterior, en consecuencia no se podía hablar de material descartable. Por otra parte, él no era religioso como para suponer que se trataba de residuos del cielo. La lógica enseñaba que si se hubieran desprendido de gran altura, apenas un leve rastro se advertiría en la tierra. Y aun eso debería tomarse con pinzas. Nunca pudo ver una caída en su ejecución, pero estaba convencido de que procedían de los árboles. No los enterraba, los dejaba descomponerse, confiando en la providencia de los insectos y demás animalejos que moraban clandestinamente en su jardín y que aprovechaban la carne básicamente para subsistir. Atravesó la entrada de su casa – siempre se olvidaba cerrar la puerta cancel – y se echó a andar hacia el horizonte nebuloso (había perdido considerablemente la vista el año anterior). Por eso apenas adivinaba a los muertos por el camino. Sabía que no existían solamente sus propios muertos, es decir, los del jardín. Cuando llegó a la estación ferroviaria, se subió al tren abandonado, recorrió los vagones repletos de muertos durmiendo y al llegar al último, se bajó y por la orilla de los rieles volvió al primero y se sentó en la cabina vacía del conductor para contemplar las vías que llevaban más allá de sus posibilidades. Fue en una única oportunidad, en el pasado, una mañana de verano, que se puso a caminar por los rieles, sabiendo que no iba a perder el rumbo, hasta que después de muchas horas, se topó con un desvío y no lo pudo soportar. Él no era hombre de alternativas. Dos derroteros delante y si así se presentaban las cosas, lo esperaban más cruces, múltiples bifurcaciones. Retrocedió. Hizo todo el retorno de espaldas, agobiado por la experiencia. Hoy por hoy, operaría de otra manera, no ir hacia adelante, sino de frente hacia atrás, aunque si lo pensaba bien ¿qué definía el adelante o el atrás si no el vagón con cabina de conductor? Pero en la supuesta parte de atrás había un vagón con cabina de conductor, análogo al de supuestamente adelante. ¿Quién diablos fijaba las direcciones? Digamos que un pasajero que entra de frente por la puerta principal y se detiene en el andén, puede conjeturar que hacia la izquierda podía ser adelante y hacia la derecha, podía ser atrás, de todos modos era una cuestión de elección. Él nunca había experimentado el arribo o la partida de un tren. Percibía el humo, el ruido, desde lejos, desde el jardín…Meditaba muy ensimismado cuando oyó el plaf de la caída de un muerto. Abrió la portezuela del vagón, se bajó, y vio en el andén, antes totalmente vacío, dos cuerpos exánimes. ¿Caídos del techo de chapas que cubría la estación? No había árboles o cielo aquí sobre su cabeza. Él no creía en la extravagancia de que los muertos no venían de ninguna parte. La ausencia de árboles tampoco debilitaba su hipótesis árborea. Y si bien se piensa, fuera de la estación se alzaba un parque con árboles, casi resecos, pero árboles al fin, de suficiente ramaje para albergar un muerto y luego soltarlo cuando se ponía maduro. El viento lo habrá empujado a través de la gran puerta abierta, en posición decúbito dorsal, sobre una especie de cinta transportadora invisible, a una altura conveniente entre el dintel y el umbral, para que no se provocaran accidentes inútiles y plaf, como las bellotas de una encina, con el chasquido de un zapato recostándose sobre la calidez del andén, se detenía para siempre. No los cubrió como solía hacerlo al principio. Había ya usado las sábanas de su casa y las de las casas abandonadas de los vecinos hasta que se le acabó la provisión. La alternativa de cubrirlos con papeles de diario fue desechada al instante de imaginada, pues él creía en la dignidad del cuerpo humano. El papel de diario lo usaban en su infancia para envolver los bifes en la carnicería. O sábana o nada. Decidió quedarse, no sabía por qué, a dormir esta noche en la estación ferroviaria. El estómago de un muerto le serviría de almohada. En la oscuridad tranquila, al amparo de los sueños, fue sobresaltado por el ruido resonante de unos pasos. La poca luz de la luna o de alguna estrella cercana no le alcanzaban para captar quién venía. Era como un bulto aquello que ahora lo inspeccionaba, a él que todavía seguía apoyando la cabeza sobre la almohada mortal. Parecía una figura sin volumen que se definía por ser más negra que el negro del entorno. Escuchó las palabras escasas “Sígueme en silencio” y recordó los cuentos mitológicos sobre descensos al infierno en barca o a pie, siempre con guía para no perderse. Mera patraña, él sabía que debajo del suelo no había nada. En cierta ocasión que quiso cavar una tumba para el primer muerto del jardín, comprobó que la tierra no se abría, que era una capa porfiada que sólo aceptaba la perforación de la lluvia y esto a duras penas. Por eso las pequeñas precipitaciones causaban inundaciones terribles, y no hablar de las mayores. Fue detrás de aquel bulto que le tendió la mano y lo alzó unos centímetros del piso, así conoció la levitación. Unos minutos después volaron alto a lo largo de la noche. A veces descendían un poco, pero no se veían los muertos del andén ni los del jardín. Al amanecer el bulto desapareció y él planeaba solo sobre un mar azul, desconocido, veteado de muertos flotando, luego divisó islas y continentes cubiertos de muertos. Podía ver sus nucas o sus gargantas, los huecos de los ojos o las protuberancias de los traseros. Columbró muy turbiamente un espacio familiar. Era su jardín sin lugar a dudas. Comenzó a descender involuntariamente. En el descenso olió el perfume del eucalipto y se impregnó de su fragancia. Creyó ver prepararse a los habitantes del jardín. Cayó bruscamente sobre el pasto, boca abajo. Sus ojos estallaron como bellotas de las encinas. Tardó tiempo en descomponerse, no habiendo nadie encargado del riego, por causa de fuerza mayor.

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domingo, febrero 25, 2007

Relatividad del tiempo, por Antonio Taboada














Encarar al espejo es todo un dilema, Marisa lo piensa por lo menos dos veces antes de animarse a cruzar el pasadizo hasta el baño y luego asomar ese rostro tan bien cuidado por las mañanas en la estética y por las noches con sus mascarillas; pero sabe que es una obligación ineludible pues de no ser así no podría empezar el día o por lo menos no tendría la sensación de haberse despertado realmente y entonces levantándose con mucha pereza se dispone a desmadejar la rutina que el Lunes se le hace más pesada. Ya de por sí cruzar la puerta de su cuarto implica serias dudas, llegar al pasadizo y empezar con el calvario de imaginar lo que pasaría sí... Asoma la cara y un brillo en el espejo le provoca cierto escalofrío, pero Marisa no se da por vencida y a continuación da otro paso, los siguientes ya no son tan incómodos, y ya cerca del grifo no sabe si asumir su reflejo o simplemente seguir lavándose obviando por completo el objeto. Al final se mira (la vanidad puede más que cualquier miedo) y encuentra sorprendida que un surco rubrica un tramo de su párpado izquierdo, con lo que angustiada se lava la cara una y otra vez a fin de que la pesadilla se desvanezca, pero al mirarse nuevamente la grieta que se resiste a irse, fina ironía, parece más bien resplandecer. Pensando en las consecuencias del hecho le pide prestado los lentes de sol a Gabo, que no entiende cuál es el motivo puesto que estamos en pleno invierno, y aludiendo una excusa inverosímil se dispone a cogerlos de su mesa de noche. Marisa no deja de pensar en los motivos de su vergüenza, piensa en la dieta que lleva, en que quizá no lleva un régimen adecuado y la sequedad de la piel, en la preocupación por los quehaceres, en el jabón de baño, en Gabo que le saca canas verdes, y así sin darse cuenta es presa del pánico. No hace otra cosa que pensar día y noche en el pliegue molesto, teme que el novio lo note, teme que de repente su cara termine pareciendo un plano hidrográfico; en fin, no duerme pensando como va a hacer mañana para cruzar el pasadizo. El reloj de pared, tic tac, la trastorna con su perorata monótona, recordándole como es que pasa el tiempo sin tenerle consideración a uno, y mientras se muerde las uñas se percata que ya clarea el día y que no ha pegado una pestaña. Establecida la mañana no hace otra cosa que meditar estrategias para obviar la engorrosa cita, se debate entre el deber y la premeditada negligencia, pero el sermón del reloj, tic tac, la presiona a levantarse, sin darle mucho tiempo para pensar, y enfrentar un nuevo día. Llena de desconfianza se despereza un poco y luego se pone de pie, piensa que tiene muy buenas razones para deshacerse del reloj; respira un poco antes de decidirse a caminar por el pasadizo. El miedo la llena de incertidumbre pero el tiempo transcurre y en ese momento escucha la voz del abuelo que le avisa que el desayuno está en la mesa y más bajo critica malhumorado el ocio de la juventud de hoy. Al final termina por infundirse el valor que necesita y pone marcha al baño, se repite a sí misma que seguramente ha sido una confusión, una de esas fluctuaciones de la percepción, esas cosas estúpidas por las que uno se preocupa y llegando, muy suelta de huesos, desafía oronda al espejo que, para desgracia, termina por someterla a su capricho y encuentra ahora no sólo el riachuelo del día anterior sino que todo un delta y pega un grito que el abuelo casi se ha infartado del susto; Gabo sube atropelladamente las escaleras y llegando al baño le pregunta intrigado por el escándalo, a lo que Marisa responde con una excusa inverosímil (quién entiende a las mujeres) bien puestos los lentes. El día transcurre sin novedad puesto que no tiene más preocupaciones que su monomanía, en la oficina los minutos se le hacen horas sospechando con rabia que la gente murmura a sus espaldas, refugiada tras su escritorio aguaita con cuidado a diestra y siniestra y no puede evitar sentir que la miran como a bicho raro, se acomoda los lentes y se concentra en escribir la carta notarial que le ha encargado el señor Prado. Piensa un poco en los síntomas que la aquejan, a veces se le ocurre meditar en la locura, en que un loco jamás se da cuenta que está loco, después con más calma reflexiona acerca del miedo y sus consecuencias: las uñas tan cuidadas que ahora son ruinas sin revocar. En monólogo recita muy bajito apologías gerontológicas, se sonríe algo tímida. Mira al reloj, aun faltan tres largas horas para que termine la faena del día. Su mente que no puede estar tranquila elucubra cierta medida para aprovechar el tiempo que resta. Coge el teléfono y llama al novio que ha contestado desde su carro y sin preámbulos le pone fin a su relación. Ultimado este asunto se pone algo triste porque ahora es una vieja y sola, llora un poco (pero esto es normal dentro de los patrones de una saludable anormalidad). Más tarde llega a casa y consigue trasladar la mecedora del cuarto de sus abuelos al suyo, encantada se pone a revisar el álbum de fotos donde aparece Gabo y ella pequeñitos, en el tobogán, en un restaurante, en el Peugeot de papá, ahí con cara de rabo para no comer, por acá abrazada de mamá, y que rápido se pasa el tiempo, en un suspiro. Suspira. La noche la ha sorprendido en plena nostalgia, una sonrisa ajada se esboza sobre su rostro; se peina con dedicación el pelo que solía ser negro y con vida. Sabe que ya no hay nada de que preocuparse, ni de la universidad por las mañanas o de la chamba por las tardes, todas esas frivolidades pasaron a segundo plano, y se acomoda en la cama para descansar. Temprano aún de madrugada la alarma del despertador suena regular y molesta, así hasta que entra Gabo que encuentra el cuerpo de Marisa sin movimiento.

- Es una pena el índice tan alto de decesos hoy por hoy- dice y que se conduele sinceramente-, si te juro que se me crispan los nervios de pensarlo.

- Déjame decirte que este café es una porquería- dice x consternada-, no sé, me parece que vendría bien un poco más de esmero, digo yo.

- Pero si la depresión es todo un síndrome en la generación actual- dice y acercándose al cadáver.

- Y la verdad es que tampoco la salita me parece apropiada para un evento semejante- dice x que vacía el café en una maceta-, hay que ver el poco gusto de estos anfitriones, con eso que de por sí el negro es triste.

- Pobre niña- dice y suspirando.

- Tan chiquilla y tan bonita la condenada- dice x-, no sé, en mi opinión esas colas no le favorecen, ¿no te parece?