lunes, febrero 26, 2007

De los árboles, por Adam Gai



De los árboles

Se levantó como todas las mañanas para regar a los muertos. En calzoncillos y chancletas, último resabio de su sensualidad en decadencia, desayunó frugalmente. Después se vistió y miró como todas las mañanas a través de la ventana del salón el jardín casi seco, con mechones de césped aquí y allí y, entre ellos, los cuerpos que habían caído a la noche ¿dos o tres?, más bien tres. A no dudar cayeron del eucalipto y eso era bueno porque así ya venían embalsamados y el olor repelente era menor. Salió de puntillas para no despertar a nadie, precaución vana de quien vive solo en un kilómetro a la redonda o más. Con la manguera, que ya estaba enroscada en el grifo regó a los muertos nuevos. Eran cuatro, bien constituidos en su formato de muertos, pero bien sabía, a pesar de que sus conocimientos de biología eran mínimos, que iban a transformarse con el tiempo en materia orgánica menos fácilmente identificable. Los muertos no caían del cielo, sino de los árboles, como las hojas o como esos pájaros que se estrellan por torpeza en el primer vuelo. El riego les derretía el barro de la cara y un cierto rubor de la mejilla corroboraba que eran todavía muertos frescos, de la madrugada quizás. La primera vez que encontró un muerto fue en el camino, el día del fuego lento. Pensó que era una víctima del tránsito, atropellada por un conductor que habrá escapado sin prestar asistencia. La había revisado, no presentaba lesiones visibles. Pensó “no fue un accidente de tránsito”. Tardó bastante en decidir de donde provenían los muertos. Finalmente llegó a la conclusión de que caían de los árboles. No había otra explicación. Aviones y otros instrumentos aéreos no aparecían en su zona desde el siglo anterior, en consecuencia no se podía hablar de material descartable. Por otra parte, él no era religioso como para suponer que se trataba de residuos del cielo. La lógica enseñaba que si se hubieran desprendido de gran altura, apenas un leve rastro se advertiría en la tierra. Y aun eso debería tomarse con pinzas. Nunca pudo ver una caída en su ejecución, pero estaba convencido de que procedían de los árboles. No los enterraba, los dejaba descomponerse, confiando en la providencia de los insectos y demás animalejos que moraban clandestinamente en su jardín y que aprovechaban la carne básicamente para subsistir. Atravesó la entrada de su casa – siempre se olvidaba cerrar la puerta cancel – y se echó a andar hacia el horizonte nebuloso (había perdido considerablemente la vista el año anterior). Por eso apenas adivinaba a los muertos por el camino. Sabía que no existían solamente sus propios muertos, es decir, los del jardín. Cuando llegó a la estación ferroviaria, se subió al tren abandonado, recorrió los vagones repletos de muertos durmiendo y al llegar al último, se bajó y por la orilla de los rieles volvió al primero y se sentó en la cabina vacía del conductor para contemplar las vías que llevaban más allá de sus posibilidades. Fue en una única oportunidad, en el pasado, una mañana de verano, que se puso a caminar por los rieles, sabiendo que no iba a perder el rumbo, hasta que después de muchas horas, se topó con un desvío y no lo pudo soportar. Él no era hombre de alternativas. Dos derroteros delante y si así se presentaban las cosas, lo esperaban más cruces, múltiples bifurcaciones. Retrocedió. Hizo todo el retorno de espaldas, agobiado por la experiencia. Hoy por hoy, operaría de otra manera, no ir hacia adelante, sino de frente hacia atrás, aunque si lo pensaba bien ¿qué definía el adelante o el atrás si no el vagón con cabina de conductor? Pero en la supuesta parte de atrás había un vagón con cabina de conductor, análogo al de supuestamente adelante. ¿Quién diablos fijaba las direcciones? Digamos que un pasajero que entra de frente por la puerta principal y se detiene en el andén, puede conjeturar que hacia la izquierda podía ser adelante y hacia la derecha, podía ser atrás, de todos modos era una cuestión de elección. Él nunca había experimentado el arribo o la partida de un tren. Percibía el humo, el ruido, desde lejos, desde el jardín…Meditaba muy ensimismado cuando oyó el plaf de la caída de un muerto. Abrió la portezuela del vagón, se bajó, y vio en el andén, antes totalmente vacío, dos cuerpos exánimes. ¿Caídos del techo de chapas que cubría la estación? No había árboles o cielo aquí sobre su cabeza. Él no creía en la extravagancia de que los muertos no venían de ninguna parte. La ausencia de árboles tampoco debilitaba su hipótesis árborea. Y si bien se piensa, fuera de la estación se alzaba un parque con árboles, casi resecos, pero árboles al fin, de suficiente ramaje para albergar un muerto y luego soltarlo cuando se ponía maduro. El viento lo habrá empujado a través de la gran puerta abierta, en posición decúbito dorsal, sobre una especie de cinta transportadora invisible, a una altura conveniente entre el dintel y el umbral, para que no se provocaran accidentes inútiles y plaf, como las bellotas de una encina, con el chasquido de un zapato recostándose sobre la calidez del andén, se detenía para siempre. No los cubrió como solía hacerlo al principio. Había ya usado las sábanas de su casa y las de las casas abandonadas de los vecinos hasta que se le acabó la provisión. La alternativa de cubrirlos con papeles de diario fue desechada al instante de imaginada, pues él creía en la dignidad del cuerpo humano. El papel de diario lo usaban en su infancia para envolver los bifes en la carnicería. O sábana o nada. Decidió quedarse, no sabía por qué, a dormir esta noche en la estación ferroviaria. El estómago de un muerto le serviría de almohada. En la oscuridad tranquila, al amparo de los sueños, fue sobresaltado por el ruido resonante de unos pasos. La poca luz de la luna o de alguna estrella cercana no le alcanzaban para captar quién venía. Era como un bulto aquello que ahora lo inspeccionaba, a él que todavía seguía apoyando la cabeza sobre la almohada mortal. Parecía una figura sin volumen que se definía por ser más negra que el negro del entorno. Escuchó las palabras escasas “Sígueme en silencio” y recordó los cuentos mitológicos sobre descensos al infierno en barca o a pie, siempre con guía para no perderse. Mera patraña, él sabía que debajo del suelo no había nada. En cierta ocasión que quiso cavar una tumba para el primer muerto del jardín, comprobó que la tierra no se abría, que era una capa porfiada que sólo aceptaba la perforación de la lluvia y esto a duras penas. Por eso las pequeñas precipitaciones causaban inundaciones terribles, y no hablar de las mayores. Fue detrás de aquel bulto que le tendió la mano y lo alzó unos centímetros del piso, así conoció la levitación. Unos minutos después volaron alto a lo largo de la noche. A veces descendían un poco, pero no se veían los muertos del andén ni los del jardín. Al amanecer el bulto desapareció y él planeaba solo sobre un mar azul, desconocido, veteado de muertos flotando, luego divisó islas y continentes cubiertos de muertos. Podía ver sus nucas o sus gargantas, los huecos de los ojos o las protuberancias de los traseros. Columbró muy turbiamente un espacio familiar. Era su jardín sin lugar a dudas. Comenzó a descender involuntariamente. En el descenso olió el perfume del eucalipto y se impregnó de su fragancia. Creyó ver prepararse a los habitantes del jardín. Cayó bruscamente sobre el pasto, boca abajo. Sus ojos estallaron como bellotas de las encinas. Tardó tiempo en descomponerse, no habiendo nadie encargado del riego, por causa de fuerza mayor.