martes, febrero 27, 2007

Vino blanco en las alturas, por Sergio Alvez, desde Misiones


Vino blanco en las alturas


Lo primero que notó Demetrio al llegar a su nueva morada en el cerro, fue que debía comprarse una camioneta. El trayecto desde la parte baja del monte donde conseguía leña, hasta la casa, era de diez kilómetros por el sendero de tierra. Además, a veces le sería necesario ir al pueblo a buscar provistas y vino, y éste, un desolado paraje con menos de quinientos habitantes, estaba a otros cinco kilómetros más.

De todas maneras, los primeros días se abocó a reforzar el techo de la cabaña y comenzar a remover la enorme explanada de tierra que estaba a un lado de la casa, justo antes de que el cerro volviese a pronunciarse en montes interminables. Casi todos los días, al alba, el vapor de las nubes más bajas envolvía la punta inalcanzable del morro, en un espectáculo que el viejo Demetrio jamás se perdía. Se acercaba el tiempo de siembra y aún no había reunido todas las semillas que deseaba. Es que había mucho trabajo por hacer, pero también demasiado para ver y extasiarse, muchos perfumes para oler, interminables horas que sólo eran propicias para sentarse a contemplar el resto de la naturaleza desde la altura de su casa, que estaba justo en la mitad del cerro.

Y el viejo, que ya tenía ochenta años y había llegado ahí para esperar la muerte en la serenidad absoluta, no encontraba energías para hacer cuanto hubiese deseado, pero iba domando su paciencia y contentándose con los pequeños logros diarios. Aún así, su vitalidad era casi la de un muchacho, ya que podía cavar con la pala durante horas, cargar sobre la espalda pesadas ramas, que luego quemaba para espantar, con la hoguera, a los insectos y realizar muchos otros rudos quehaceres. Este magnífico estado físico, le permitía también asimilar -sin más problemas que el de caer dormido en alguna parte del inmenso patio de césped-,grandes cantidades de vino, afición a la que dedicaba su tiempo nocturno.

Una mañana, estando ya las semillas plantadas, el cerco construido y pintado y el techo completamente reparado, bajó al pueblo decidido a adquirir una camioneta.

Llegando la noche, estaba de regreso en la cabaña, ebrio y conduciendo una vieja F- 100. También consiguió una escopeta, varios serruchos y sobre todo, muchas damajuanas de vino blanco, suficientes como para no tener que regresar al pueblo por una larga temporada.

Fueron seis meses en que no se cruzó con ningun ser humano, y aunque la muerte no parecía siquiera querer asomarse, Demetrio gozaba enormemente de la transformación paulatina y veloz que experimentaban sus pensamientos, su ser interior. Había alcanzaado la calma, y ya casi ningun recuerdo del sombrío pasado en la ciudad le asechaban. Sus ideas, ahora eran sencillas, alegres y prácticas, a excepción de ciertas noches de tormento alcohólico. Bebía tanto como trabajaba, y ahora ya no sólo de noche, ya que había encontrado satisfacción en ir de pesca con la camioneta, a un arroyo lindante al pueblo. Cómo se negaba bajar al pueblo, la pesca le proporcionaba el alimento diario, al igual que las verduras y hortalizas que cosechaba.

Cierta semana, en la que no consiguió pescar nada, llegó a un punto en que el hambre le empezó a desesperar, así que salió completamente borracho en la camioneta, bajó hasta el pie del cerro, hasta la zona de chacras, y escopeta en mano atravesó el alambrado de una de las chacras y le disparó en la oscuridad, a la primer vaca que se le cruzó por la vista. La llevó en el acoplado, la carneó y se la comió en varios días. Una buena parte, que se había podrido, la enterró a varios kilómetros de su cabaña.

A los pocos días, y sin saber si era por haber comido aquel animal o por las largas horas etílicas, Demetrio comenzó a sentirse fatigado constantemente, y a hervir de fiebre por las noches, lo que internamente le convenció de que la muerte no tardaría en llegar. Cuando logró recuperarse de este flagelante estado de languidez, sintió que ya no era el mismo. Al levantarse, sus fuerzas para afrontar las jornadas ya no eran las mismas, ya que ahora su cuerpo pedía a gritos que lo dejen reposar en chorros de vino.

El pasto y los yuyos comenzaban a crecer apresuradamente, cubriendo el cerco. El viejo no tenía ganas de podar. Había resuelto permanecer inmóvil todos los días, sumiendose en la lejanía de calmas y solitarias borracheras.

Deseaba estar a solas con sus pensamientos, contemplar cada día de su vida en sus recuerdos, meditar sobre cada persona que conoció, pensar en la muerte y aguardarla en silencio, razonar sobre cuestiones metafísicas elementales, hacer aflorar en él la capacidad de encontrar -antes de dar el último suspiro- el sentido de algunas de las tantas cosas que había visto y sentido a lo largo de su larga estadía en el mundo.

Cuando la última gota de vino de la última damajuana que quedaba atravesó su garganta, comprendió que debía bajar al pueblo o dejar de beber. Habían pasado varios meses más, y el viejo lucía una barba ondulante y grisácea que nacía en sus mejillas y moría a la altura de su nuez de Adán. La cabaña lucía un aspecto abandonado. Había damajuanas vacías por todos lados y en la base de los techos anidaban varios pájaros. En cuanto a la camioneta, la había dejado volcada al borde de una picada, tras un ligero accidente.

El musgo cubría los marcos de la ventana y el cuerpo del viejo olía a una mezcla de orin añejo y sudor. Estaba notoriamente delgado a base de comer sólo algunas frutas maduras cuando sentía hambre extremo. Sin embargo, ahora estaba realmente satisfecho, embriagado de paz ya con uno de sus dilemas resuletos. Se había convencido por primeraa vez en su existencia, de que poseía aquello que de lo que durante tantos años había dudado, un espíritu, alguna especie de materia intangible que dominaba toda su condición, y que aprendió a distinguir como liberada de simples juegos mentales de prestidigitacion. Se había convencido de tal cosa y ahora ya nada tenía más sentido en el universo, que aferrarse a tan complejo y abstracto elemento, hasta atravesar el viaje final. No se animaba a afirmar con certeza cual sería el destino de aquella, su alma, a la que recién conocía y tanto aprecio tenía, pero albergaba confiadamente la idea de que quizá, la continuidad de su existencia estaba garantizada eternamente. Se basaba en que no encontraba mecanismos para destruir espíritus. El cuerpo tenía una vida útil, como un martillo o una calabaza. Pero para lo otro, era díficil imaginarse una forma de darle fin.

En esta armonía, optó por dejar de beber, y esperar, -ya que le impacientaba la tardanza de su muerte física-, por el momento en el cual su ser dejaría la carne para vagar libremente por rumbos nunca imaginados.

Transcurrieron siete años, y el viejo Demetrio se convirtió en un hombre esquelético y demacrado. La carne de su rostro había experimentado un envejecimiento tal, que hacía parecer que alguien se había dedicado a trazar cpn un bisturí , decenas de círculos cavernosos sobre esa cara.

Había abandonado la choza y durante varias estaciones demabuló por distintos rincones del cerro, sólo pensando y durmiendo a la interperie.

Pero una madrugada, durmiendo sobre un montículo de hojas junto a una cascada que atravesaba el cerro, un pensamiento repentino invadió su tranquila y paciente espera. Pronto, su cerebro estuvo tomado por la angustia y su cuerpo por horribles convulsiones de pánico. La imagen de una mujer, de la cual no recordaba ya su nombre, se le aparecía ahora nítida y violentamente en su mente, superando inlcuso las instancias neuronales para arremolinar sobre su espíritu, el cual sentía alejarse. Horas, se mantuvo llorando dejando caer las pesadas lágrimas sobre el agua de la cascada, sintiendose enloquecido y triste. Hubiese dado cualquier cosa por hacer realidad la imagen de aquella mujer, que ahora recordaba, había sido su primer esposa. Enseguida, comprendió que estaba de nuevo en la tierra, débil, y ya sin su espíritu, ante una muerte espantosa.

Consiguió fuerzas, y en medio de la noche espesa, comenzó a caminar cerro arriba. Alucinado en medio del trayecto, su mente se cegó con la idea de que ella, Mayra, estaría en la cima.

Horas más tardes, tímidos rayos solares se filtraban entre los nubarrones e iluminaban parte del cerro. Demetrio alcanzó llegar, exhausto y agonizante, hasta aquel punto que siempre le había parecido inalcanzable. Notó que era un terrón cubierto de rocas, donde el cuerpo se helaba y los pensamientos se confundían atrozmente. Cayó rendido sobre una de las piedras, con la vista al cielo. “¿Por qué no estoy muerto?” se preguntó sumido en un trance nunca antes experimentado. “Mayra..” gimoteó luego. El enorme malestar en el que sucumbió en esos minutos, el destello doloroso que atravesaba sus huesos, le hizo convencer de que estaba condenado a irse pronto, y que su tan milagroso hallazgo espiritual, no había sido más que el producto de sus deliriums tremens.

De todos modos, hizo un último esfuerzo por reencontrarse con el alma perdida, por absorverla como en los ultimos años, esta vez para aferrarse a ella mientras se acercaba el indeclinable final. Amanecía. Su mente dejó de pensar, y posteriormente de funcionar. Las nubes más bajas, envolvieron como cada amanecer la colina, pero sus ojos ya no podían contemplar su propio cuerpo siendo abrazado por la nube. Torció el cuello, y parte de su cabeza quedó suspendida entre la roca y el suelo. Los cuervos, poco a poco fueron juntándose en la altura ante la llegada de tan inesperado manjar.


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