lunes, febrero 05, 2007

Desde el corazón del África, por Daniel Alejandro Gómez


Desde el corazón del África

Vemos por televisión o por otros medios a niños desnutridos, guerras civiles o interestatales, a demagogos o burócratas enriquecidos, etc. Ello es una realidad mucho más palmaria en el África, y más precisamente en el África negra; pero, pese a este presunto acotamiento, se puede universalizar la corrupción de los valores y de la moral. Posibilidad ésta que permitió a un hombre, un escritor, introducir, hace más de un siglo, a las desgracias africanas y el mal colonialista en el alma intangible del ser humano. Semejante pirueta de acrobacia filosófica se debe al famoso escritor Joseph Conrad, y su plasmación literaria se puede leer en uno de sus relatos más célebres, El corazón de las tinieblas.
En la literatura anglosajona, África y otros lugares considerados exóticos, como la India de Kipling, suscitaron una literatura la más de las veces con un sutil condimento de menoscabo paternal. Haggard, con Las minas del rey Salomón, nos da una visión eminentemente aventurera. Verne, en Francia, viaja a ojo de buen cubero en su globo de cinco semanas. Pero a Verne, como a Salgari, le faltaba el conocimiento directo de estos extraños lugares; no así a Joseph Conrad, cuya travesía por el río Congo, y el agrio encontronazo con el colonialismo imperialista, está bien documentada. El escritor, en aquel río Congo del que beberían tan amargamente sus páginas de El corazón de las tinieblas, se encontró con el mal, y con él pudo delinear a los protagonistas de la novela que nos ocupa, Kurtz y Marlow.
Se trata, como el lector versado en literatura anglosajona o el cinéfilo de Apocalypse Now puede prever, de una trama que es sencilla, aunque no así la sabia vastedad del tema. Es, pues, un relato de marinos, entonado por un héroe conradiano, el capitán Marlow, que un día dirige a un auditorio, ante la visión del estuario del Támesis y la evocación de los fascios imperiales de Roma y su heredera, la Londinium victoriana. Este limo histórico inicial confiere ya la intemporalidad del análisis narrativo subsiguiente. El capitán Marlow, pues, cuenta los episodios que lo llevaron hasta el África negra para relevar al agente comercial Kurtz, que estaba enfermo en las lúgubres tinieblas de la selva del río Congo. Toda la narrativa está vertebrada en el contacto de Marlow con Kurtz, por ello los preliminares, la larga travesía en el río para buscar al legendario agente, tienden al encuentro de dos luchadores contra el mal, contra la jungla y sus hombres. La entrevista que tiene lugar allí donde Kurtz padecía su enfermedad, su locura de mal, es dispar entre los dos, pues el desequilibrio del agente se describe inserto en medio del maleficio indemne de la jungla y los repudiables tratos con la población nativa. Kurtz, así, es el alma que no ha podido vencer a las tinieblas, y el ritual ético de su muerte es celebrado en el susurro final del horror.
Marlow, con su miniaturismo oral, describe lo primitivo y bestial de las más íntimas atrocidades del ser humano en la selva que lo rodea, pero en su propio interior, como Kurtz, debe enfrentarse a ese mal. Sin embargo, a diferencia del agente, que está como devorado en el interior de la vegetación congoleña, oculto en los verdes dientes de la jungla, el mal solamente amenaza a Marlow como desde el exterior, cercando a la singladura de su vapor en el silencio de los bosques; esta situación más favorable, externa, es la que permite al narrador perpetuar sus presuntos valores civilizatorios, las convenciones establecidas en su alma.
La tenuidad ética del escenario del libro, en ayunas de derechos o leyes, parece palpitar en el tejido textual. Una tenuidad que hace presa a Kurtz, quien, ahogado y consumido en la oscura densidad de la vegetación por las inhumanas relaciones sociales con los africanos, es ofrecido como un hombre extraño, un enloquecido. Un ser frenético, que, en su locura, como los niños y los borrachos, puede mostrar la esencia maléfica de ciertos lugares recónditos de la Psique humana.
Pues en el ejercicio casi soñoliento, o visionario, de la minuciosidad prosística del escritor británico, se nos hace respirar la maldad de aquella selva, acechando a los hombres blancos y negros, amenazante en su silencio. Y el relato nos muestra un mundo, y sobre todo las almas de semejante mundo, europeas o africanas, carente de las severas leyes religiosas o los pensativos códigos profanos.
Es allí, en la inhumanidad, en la bestialidad donde sobrevive Kurtz, en donde sucede el encuentro entre Marlow y el doliente agente; un mundo sin dimensión normativa, inconvencional, vacío de todo discurso, logos o referencia legal.
Conrad nos describe a Marlow limpio después del encuentro; parece que el mal de Kurtz y de la selva no lo han vencido, y ello se nos quiere exhibir en la lucidez moral de su oratoria, o en el aliento de epopeya ética que alienta sobre la historia de Conrad. Marlow-Conrad ha sido, acaso, un Jesucristo victorioso que vagó en el desierto de las misteriosas aguas africanas y que fue tentado, inútilmente, por el diablo. Un diablo, el colonialismo imperial, que hollaba entonces el verde páramo de la savias vírgenes del continente negro, donde el hombre negro, el hombre del sudor de ébano, el hombre de los músculos esculturales, como hechos con la sangre de la caoba o del carbón, con las viejas chirridos de las férreas cadenas rotas- las palpables, las cadenas materiales del hombre europeo-, era explotado no por otro hombre. Y he allí la connotación universal de la novela, pero en un aspecto de sentido más filosófico que el del marxismo: explotación del hombre por el hombre menos que explotación del alma por el alma.
La novela que nos ocupa también nos lleva en su relato, del que hemos hecho solamente una somera revisión de su trama, a una filiación de aspectos cronológicos: hoy día, el petróleo, las guerras de Oriente Próximo, entre otras cosas donde puede verse el mal conradiano, es el corazón de las tinieblas con que el río Congo continúa latiendo en nuestra realidad, en la jungla civil, en cada uno de nosotros. Ello, pues, podría ser el mensaje más eminente, oculto y atemporal de la escritura de la novela.
Finalmente, entonces, Kurtz, como el alma subrepticia y verdadera del hombre, igual que un mundo que ha recibido con toda inutilidad, sea en filosofía, en religión o en una intuitiva praxis moral, a las tablas de la ley, a las convenciones de la interacción humana, es Kurtz, entonces, la libertad duradera o acaso la justicia infinita de hoy en día. Y el oro negro-vaya vueltas de la historia- que en nuestros tiempos tanto agita a las más potentes bélicas del mundo, nos hace volver a navegar por el río, en la cruda quietud de su jungla; y, en un leve hálito embrujado, que sin pasado, presente ni futuro sea acaso, queda dicho, intemporal, volveremos a escuchar, conteniendo el pulso de los siglos y desde el corazón del África, al ilustre susurro de Kurtz, en nuestro mundo presumidamente civilizado:
El horror, el horror.



Daniel Alejandro Gómez
arboces@yahoo.com.ar