martes, febrero 27, 2007

La dama perpetua del vaho impuro, por Ferguson Calviño, desde Buenos Aires

La dama perpetua del vaho impuro

El otoño se muestra con su vestido desolado. Los árboles ven al sol alejarse y sueltan las manos de las hojas que meses atrás fueron el vestuario de su vigilia. Las hojas descansan en las veredas, en los cordones y en las calles; el viento trae en sus remolinos un vaho frío que desnuda, en un juego sensual, a las arboledas que pintan el paisaje con colores tenues. Pero no solo las veredas se ocultan bajo un manto de hojas muertas, en él aparece algo mas interesante, no tan fácil de percibirse como el amanecer lento y tardío ó como el ocaso prematuro, pero si muy llamativo.

Desciende entre las primeras nubes frías, desterrada de cielos cálidos, una dama que vaga lentamente por las calles con su manto opaco y antiguo, con cuerpo rugoso y liviano, su piel fina, frágil; lleva su rostro cubierto de lágrimas verdosas que vierten sus ojos grises. Va y viene, de un lugar hacia otro, con su propósito milenario. El traspaso de su vapor a los seres humanos, ese vapor que la envuelve en una estela densa, que se expande hasta conseguir introducirse en los que pasan junto a ella. Solo para entrar debe sembrar su esencia ponzoñosa con besos y suspiros para después navegar en la sangre de los hombres débiles y desprotegidos.

La dama vieja guarda en su interior mórbido una condena tan antigua como su existencia, es una frustración cíclica e infinita que se endurece como pasto en la helada, que se cuaja cuando su única creación llega a su único y mismo fin, cuándo ve que su propia sangre es vencida; cuando recuerda que su viaje es eterno y que todo sus esfuerzos tienen el mismo destino. Su otoño, su vida, se vuelve triste.

Ese fracaso es su condena.

Atormentada por esa dolencia libera estelas del vapor denso que la viste, que navegan libremente por la ciudad. Cansada y ya sin peso, se esconde en alguna calle oculta y espera. Mientras tanto los desprendimientos de vapor se acercan a los hombres para conquistar sus cuerpos.

Entra en nosotros sin ser percibida, penetra en nuestras venas y se manifiesta en la noche cuando comenzamos a soñar que un monstruo nos persigue y empredemos la fuga, viendo en el camino vasos de agua y lluvias torrenciales y frías; los caminos, instantaneamente se transforman en un cuartos en el vacío. La voz del animal se hace femenina, aguda y escalofriante; el agua comienza a inundar la habitación sin oxigeno y el terrorífico engendro nos muestra su cara.

Ella está en el centro de nuestro cuerpo. Comienza a recorrerlo. Nuestros rostros se transforman en la cara de la Dama. El espejo lo rebela todo. Las articulaciones de la rodilla y la espalda se vuelven como los nudos de ramas débiles, los músculos se vuelven vetustos y flácidos, el cansancio y el desgano avanzan por las venas depositándose en nuestros ojos, ahogándolos en un ardor constante; la faringe se contrae y se cubre con una capa viscosa y quisquillosa que crispa continuamente la nariz. El suelo se mece de un lado al otro y el sudor frío nos congela el cuerpo.

La Dama está en su mejor momento, se siente vigorosa y se regocija cuando recibe a los restos de ese hálito corporal toxico, que le aseguran que parte de su trabajo está cumplido. Sus lágrimas se aclaran y vuelve a caminar. La juventud deja de ser un palabrerío en su mente y se transforma mágicamente en un hecho. La dama explota nuevamente en una nube más grande de vapor y esparce su esencia a distancias mas lejanas, besando a mas personas y con mas ímpetu, con mas malevolencia; muta los cuerpos con mayor rapidez y las deja débiles en segundos.

Su poder es implacable, valla donde una valla su rostro se multiplica.

Aunque el otoño ya sea un lejano recuerdo, aunque los cuerpos ya no reciban el frío como novedad, aunque el paisaje muerto continúe en su trance estático, la dama continua enviando sus látigos densos hacia todas las direcciones, gritando a los vientos cálidos que, después de milenios, continúa con vida.

El paso del tiempo sobre la tierra imanta el sol y se acerca con su calor despertando a los árboles. A la Dama el tiempo, también, la diluye. Su mente regurgita el pasado y, en él, aparecen personas extrañas, blancas e inmaculadas, personas que atacan su ego y sus fuerzas, y la castigan con cilindros chatos y cápsulas coloridas. La Dama comienza a sentir que sus piernas se debilitan y que su garganta se seca, que el vaho vuelve con destellos luminosos y colores vivos que la envuelven nuevamente y la castigan como látigos de espinas. Las lágrimas se infectan y vuelven al mismo color verde musgo del principio, la piel se arrugar nuevamente; en su cabeza, la palabra juventud se transforma en cenizas, las que el viento del pasado llevará hasta el olvido y su condena vuelve a su forma de piedra, adusta y pesada. La debilidad no le permite recobrar fuerzas para intentar esparcir su vapor una ves más, las estelas de su vaho envenenado continúan llegando hacia ella cargado de polvo ácido y nocivo. Su meta se aleja, se desvanece y muere en el mismo lecho de los años anteriores.

Ya nada le queda por hacer.

Se aleja con la mirada cansada, con las lágrimas sobre el rostro, con el sudor hirviendo en su frente; deseosa de ser joven nuevamente, deseosa de inmunidad. El sol vuelve, el cambio abruto del paisaje nos deslumbra, los órganos se fortifican, la sed desaparece, el sudor frío se evapora y la dama se eleva, con sus últimas fuerzas, para embarcarse en nubes frías que la llevaran hasta el otoño más próximo.