miércoles, febrero 28, 2007

El pescador, por Eduardo Tolosa, desde Uruguay


El pescador

Delmiro Sanabria tenía por costumbre ahuyentar los mosquitos en orden, porque nada debía hacerse en forma aleatoria para el hombre, no señor. Primero estaban los que molestaban la vista y el oído, después los que se empecinaban con intentar succionarle la sangre del cuello y las manos. Raramente se tenía que proteger el torso porque fuera la época del año que fuera, aquel personaje del pueblo siempre estaba ataviado con un buzo de lana cruda, más bien grueso. Ahora bien, dejada de la mano de dios, casi abandonada, se encontraba la parte inferior de su cuerpo, y no es que las picaduras de los insectos no le molestaran, la razón que esgrimía es que si se movía demasiado se le podía espantar la pesca. Las lombrices tenían que ser clasificadas y debidamente acondicionadas antes de salir a pescar, no sea cosa que el individuo se fuera a encontrar alguna tarde frente a alguna circunstancia imprevista en el momento de ejercitar su deporte favorito: el baño de río de lombrices al que él solía definir como pesca.

No se le conocía en la historia del pueblo ninguna pieza que hubiera podido atrapar. Y no era que no lo hubiera intentado, faltaría más. Veintidós años hacía que asomaba su figura lánguida todas las tardes en las aguas del río como un ritual de perfectas costumbres, tan perfectas que para no variar nada jamás había pescado ni siquiera un pequeño ejemplar.

Una tarde de sol abusivo, el tozudo Delmiro emprendió como de costumbre su fanático ritual. Se vestió meticulosamente sin olvidar su segunda piel, el añejo pullover de lana cruda que tantas jornadas había compartido con él en la ribera del río. Mojó un poco el patio y escarbó entre las plantas para rescatar una docena de lombrices que sin ser preguntadas acababan de ser convidadas a ser parte de la vespertina manía de clasificarlas. Ordenó la pequeña maletita que contenía todo lo imaginable para esos menesteres y munido de todo ello más la caña y su vieja banqueta de lonilla emprendió el camino de pocas cuadras que lo separaban de su segundo hogar, la balconada detrás de la desembocadura del pequeño arroyo, un fantástico lugar para pasar las tardes disfrutando del paisaje, del aire puro, de la naturaleza en pleno, pero evidentemente y según lo marcaban estrepitosamente las estadísticas de más de dos décadas un pésimo lugar para la pesca.

Una vez llegado al lugar y cuasi como de memoria, la delgada figura repitió paso por paso los movimientos que día a día le convocaran desde hace tanto a ser considerado por los lugareños como un elemento más del paisaje de aquellos parajes.

La tarde se escapaba tranquila y silenciosa, como todas las tardes durante aquellos años cuando de repente ocurrió algo que sorprendió a la fauna y la flora del lugar, fue tal la sorpresa que ni los pájaros emitían sonidos, la brisa se detuvo para no silbar entre los juncos, hasta los árboles enmudecieron en espera de saber si aquello era real o solo un sueño. Don Sanabria no daba crédito a sus ojos y tenía miedo de parpadear y descubrir que aquello no era cierto. Tiró la tanza y se movió la boya. Un venteveo asomado desde lo alto emocionado creyó verlo. La boya volvió a moverse y se hundió un poco. Hasta las lombrices que esperaban en el tarro querían asomarse para verlo. Por fin el tirón fue seco y la boya se fue hundiendo como dejando que el agua la invitase a conocer el fondo. El hombre no sabía como reaccionar, es decir, la teoría la tenía muy clara pero en la práctica era donde le faltaba experiencia y de pronto fue todo nervios. Por un instante, que pareció eterno, se quedó allí petrificado sujetando la caña con ambas manos y mirando como la tanza se perdía dentro del río. Una duda le vino a la cabeza pero pronto la despejó, era imposible que se tratara de otra cosa que no fuera un pez... o no? De cualquier manera éste era el momento que había estado esperando desde hace veintidós años, éste era “su” momento. Ningún bicho acuático forastero le iba a arruinar su gloria y su trofeo. Entonces el pescador de sueños eternos jaló con fuerza y dio un tirón tan potente que al salir el pez del agua voló por los aires muchos metros. La tanza no resistió la emoción y soltó la pieza que dando vueltas y más vueltas fue a parar a los pies del añejo árbol donde se posaba el venteveo. Tal susto se pegó el ave que huyó y nadie nunca más le ha visto. Susto tenía Delmiro, que en su vida había visto aquello. Hasta ese momento su relación con el río era de respeto mutuo, pero algo había cambiado. Una vida había sido arrancada de las entrañas de sus aguas y ahora yacía inmóvil sobre el duro suelo. El hombre contempló al animal que no se sabía si había muerto por sacarlo del agua, por el tremendo golpe al caer o de susto por el inesperado vuelo al que había sido lanzado sin aviso previo. Muchas cosas pasaron por la cabeza de aquel pescador del pueblo, veía conquistado su afán y destrozada la magia. Ya no era la pesca un pretexto para disfrutar de la naturaleza, algo había cambiado. Un límite no definido ni conquistado se había traspasado y ese viaje no tenía retorno. El producto de su pesca estaba allí, inerte, rígido y tieso. Se secaban rápidamente sus escamas al calor de la tarde. Se secaban tan rápido como crecían las tribulaciones en la mente del pescador, ahora conquistador de su anhelo.

Cuentan quienes conocen la historia por cierta y no por un mero cuento, que Delmiro Sanabria tomó al pez en sus manos y caminó de vuelta al pueblo. Los que le vieron no se atrevieron a felicitarlo, porque aquel vecino estaba de duelo. Había muerto su fantasía, había llegado a puerto. Pero una vez que estuvo allí se dio cuenta que lo que se decía no era cierto. Todo cambia y aquel hombre había cambiado. Ya no se puso más su buzo de lana cruda, ya no mojó más el patio y escarbó entre las plantas. Ya no sacó a pasear lombrices. Ya no le importaba el ritual ni creía en lo exacto como cierto. Cuentan en aquel pueblo que aún hoy se puede ver a Don Sanabria todas las tardes sentado en la balconada del río, acomodado en su vieja banqueta de lonilla. Pero ya no lleva caña ni anzuelos, ni siquiera a su vieja maletita de pesca ordenada y utópicamente perfecta. Cuentan los que lo ven y los que lo vieron que ahora dedica las tardes a reconciliarse con el río, lleva trozos de pan y los arroja al agua, para darle a los peces alimento. Porque siente que aunque el equilibrio se haya roto, el hombre debe hacer lo que pueda, porque nada es perfecto.


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